La Niña Jacarandá: Entre el DJ set como resistencia y la creación de Sin Sync School
Isamit Morales, mejor conocida como La Niña Jacarandá, es una DJ y artista venezolana que actualmente vive en Barcelona. Su sonido no se trata solo de poner a la gente a bailar; también busca cuestionar a las estructuras dominantes y dar voz a las vivencias de personas migrantes y apostar por la diversidad. Inspirada en su propia experiencia como migrante latinoamericana en Europa, Jacarandá entiende el DJ set como un espacio discursivo: un lugar donde la música se convierte en herramienta de anticolonialismo, conexión y resistencia.
La Niña Jacarandá: Entre el DJ set como resistencia y la creación de Sin Sync School


He leído por Resident Advisor y también en la web de La Casa Encendida, que para ti “pinchar es como citar, traer voces y nombres de artistes", por lo que me gustaría saber, ¿Cómo piensas tu trabajo desde lo discursivo y lo curatorial?
Pues casi que ya lo has escrito tú misma. Siento que cuando escogemos música —bueno, con todo lo que hacemos en realidad, con todas las decisiones que tomamos— hay una decisión y una responsabilidad detrás de eso, obviamente. En todo en la vida, ¿no? Pero digamos que pensar el DJ set de esa manera fue lo que hizo que yo quisiera integrarlo a mi discurso artístico. El DJ set como un lugar para repensar y traer otras genealogías desde las artistas, desde el sonido.
Yo vengo de las artes visuales. Me fui de Venezuela a los 25 a Italia a estudiar artes visuales, y la mayoría de los medios que se enseñaban eran bastante hegemónicos: minimalismo, arte povera, conceptual —también como parte de un discurso muy colonial, muy blanco, muy europeo. Todo lo que tiene que ver con el cuerpo, lo que es entre comillas muy grande “subjetivo”, quedaba afuera del “arte válido”, no lo contemplaban. Curiosamente, se relaciona mucho el enunciar desde el cuerpo a todo lo que no es masculinidad cis…
Y poco a poco empecé a caer en cuenta de que yo no era blanca*. Y ojo, con blanca me refiero a no europea y migrante de primera generación, es decir, no apellido —que fue como: "Ah, verdad, claro". Cuando te empiezas a dar cuenta de eso, y cómo tu vida viene afectada porque no eres blanca, y que no tienes acceso a los mismos espacios y a las mismas salidas que el resto de tus compañeros, bueno... me tomó bastante tiempo darme cuenta de eso, ¡años! Pero mientras, siempre tuve mucha seducción por la música. Y en algún momento, cuando ya comencé a entrar desde lo artístico al tema de lo anticolonial, comencé a darme cuenta de que el discurso que me enseñaban en clases no calaba en mí, no me involucraba, ni siquiera me tomaban en cuenta; es cuando comencé a trabajar mucho sobre las identidades y a contemplar todo desde la anticolonialidad. Toda la investigación tenía mucho que ver con preguntarme: ¿cuáles son mis raíces? ¿Qué realmente me interpela? ¿Quiénes narran y nos narran? Y si este mundo está narrado desde esa perspectiva, pues vamos a hablar de eso. Y de ahí justo se sumó la música.
Digamos que al sumarse la música y al empezar a pinchar —estando viviendo en Italia sobre todo— mi primera motivación fue, primero, a nivel sonoro. Obviamente, mi discurso era otro sonido, otros géneros y otras maneras de abordar la pista. Pero también, para mí, era una oportunidad de traer sonidos que no estaban circulando donde yo estaba viviendo en ese entonces, norte de Italia. Imagínate: yo vivía en un pueblo en donde nadie hablaba español, menos latinoamericano, y era para mí una manera también de traer a más personas a la pista conmigo y que resonaran más conmigo, porque sí que me sentía muy sola.
Tenía esta cosa de que descubría la música y la quería poder compartir con personas también migrantes, de la diáspora, o que les resonara un poco todo esto. Y digamos, la primera motivación fue esa. Y también percibirlo como un espacio curatorial: como traer más voces, no solo de chicas, sino de personas también que estuviesen en otras geografías. Narrar yo misma, que no fuese un blanco haciendo la típica fiesta para blancos en donde invitan a los de “príncipe disco”, ¿sabes? Eso comenzó a pasar mucho. Y yo iba a fiestas esperando encontrarme con personas diferentes, más marrones, más diversas. Y encontraba, pues, a los típicos tíos blanquitos escuchando música de afuera y exotizándola. Y eso me chocaba muchísimo. Por eso fue como el motor de querer hacer un proyecto de DJ que pusiera estas preguntas y que las pusiera en tensión también.
¿Crees que, como DJ latinoamericana, venezolana, todavía te encasillan en ese rol? ¿Sientes que sigue existiendo esa mirada desde Europa hacia lo latino como algo 'diferente', 'exótico'?
Sabes que me pasa... tengo como dos respuestas. Depende un poco del contexto. Por ejemplo, en Italia siempre me sentí súper afuera, no solo en el escenario, sino en la cotidianidad. En mis relaciones afectivas siempre era como: “Ay, es que tú eres de afuera”, “Ay, cómo hablas”, “Ay, qué cute pronuncias tal palabra”, un poco entre lo infantilizado y lo “cute”, pero siempre desde arriba, ¿sabes? Siempre desde una mirada con una diferencia de poder. Inicialmente no me daba completamente cuenta, pero después de un tiempo allí, comencé a notarlo muchísimo. Pero ojo, también estoy hablando de hace diez años.
Una de las decisiones de mudarme a Barcelona fue porque esto no lo veía tanto. Aquí siento que estamos más... me viene de decir “integrada”, aunque no es una palabra que me guste, porque suele referirse a nosotras, migrantes, como otredades que son ellas quienes tienen que integrarse hacia la perspectiva normativa. Creo que no nos tenemos que integrar; creo que todos nos tenemos que acostumbrar a estar con todos.
Retomando, siento que acá en Barcelona somos muchas quienes estamos viviendo desde hace muchos años. Y creo que a nivel de sonido eso se nota. Incluso ya pasa que el blanco cree que el reggaetón es más suyo que nuestro, ¿sabes? Como que se ha ido al otro lado. Pero sin vernos, ese es el gran problema, creo.
Sin contemplarse tanto, o como que se le hace caso si lo hace un blanco o una blanca. Pero si viene de nuestra propia narrativa, de nuestras voces, siento que no tiene tanta visibilidad o tanto peso como cuando lo hace un artista español o catalán, que es como “ay, hace reggaetón”, o hace música entre comillas “urbana”.
Cuando lo pilla una blanca y lo hace suyo, siempre suele ser más llamativo y ya no se lo llama exótico. Ya es como “ella es así”. Pero si lo hace una, puede que siga siendo exótico, aunque siento que ya cuesta un poco más caer en esa palabra. Pero acá no pasa tanto, puede ser.
Isamit Morales, mejor conocida como La Niña Jacarandá, es una DJ y artista venezolana que actualmente vive en Barcelona. Su sonido no se trata solo de poner a la gente a bailar; también busca cuestionar a las estructuras dominantes y dar voz a las vivencias de personas migrantes y apostar por la diversidad. Inspirada en su propia experiencia como migrante latinoamericana en Europa, Jacarandá entiende el DJ set como un espacio discursivo: un lugar donde la música se convierte en herramienta de anticolonialismo, conexión y resistencia.
Su recorrido la ha llevado a festivales como Primavera Sound y Sónar, y también a crear sus propios lugares, como Sin Sync School: una escuela de DJ dirigida a mujeres y personas no binarias, pensada para que la formación musical sea más inclusiva y abierta a la experimentación, a la diversidad de cuerpos, sonidos y narrativas. En esta conversación abordamos temas como la migración, la identidad, la descolonización de lo sonoro, el activismo y el placer, explorando cómo se puede construir comunidad y cultura directamente desde la pista de baile.


Tu trabajo tiene una mirada transfeminista y con una connotación política bastante interesante. Quería saber: ¿cómo conviven la militancia y el placer en lo que haces?
Creo que forman parte de lo mismo, en cierta manera. La militancia, para mí, es cómo percibo el mundo en función de lo que aprendí por mi experiencia de migrar, también. Creo que no lo hubiese aprendido si eso no hubiese pasado. Y de aprender a ser muy humilde, y estar todo el rato queriendo aprender. Porque al final digo: “¡Mierda! Pensé que esto ya lo sabía... Ah, no: la experiencia de esta otra persona es distinta a la mía”. Y bueno, así.
Pero siento que no puede haber... o sea, para mí, el placer es indispensable. Si no está eso, no lo voy a querer hacer. Ya sea en cómo organizo mi tiempo, en cómo doy espacio a la música o a lo que sea. Si no puedo tener espacio para descansar, para leer, para irme a la playa, para estar con mis afectos, no podría dar lo que doy. Y no tendría ningún sentido. ¡Hubiese estudiado odontología! O estaría viviendo ahora en San Cugat. Pero no estaría hablándote desde aquí.
Es como: ¿cómo voy a pasar mi tiempo en este lugar que llamamos vida? Y tiene que ser alineado —en lo posible— con mis valores, y también con ese disfrute. Las dos cosas van muy de la mano.
Mi primera sensación sería decir que no. A ver, creo que es más como pensar el rollo de la financiación y quiénes llevan ese control, ese poder. No sé si es posible dar pasos atrás.
Por un lado, vi esto que acaba de pasar con el Sónar, que ellos invitaron desde dentro —en los días del festi— a hacer una quedada y conversar, comentar un poco. Sí, como hacer un debate para pensar juntas qué está pasando, etc. Pero me pasa que mi percepción es un poco... lo voy a decir muy sincera: me parece un lavado de marca. Por un lado, entiendo también que hay personas que trabajan en esos contextos —tengo muchas conocidas y conocidos que trabajan ahí— y sé muy bien de dónde vienen, sé muy bien sus intenciones. La mayoría son personas que se informan, que están, que son sensibles al genocidio, etc. Pero luego la estructura en donde trabajan es más potente. O sea, ya para mí entrar allí es posicionarse. Y aunque quieras decir que estás en contra del genocidio, tu acto, tu dinero y todo lo que está detrás de esas estructuras está diciendo lo opuesto. Entonces, eso a mí me hace mucha fricción.
Y creo que, al replantearnos formatos... ya la palabra “mega festival” trae algo implícito. Bueno, tú no has dicho “mega festival”, pero bueno, ¿que sí se puede reformular? La pregunta es: ¿hasta dónde es “grande”? ¿Y por qué pareciera que el razonamiento es “más grande, mejor”? Sería muy interesante, después de todo esto que ha pasado, ver y poder pensar desde nosotras y desde las instituciones de este país en el que estamos qué otras alternativas hay para no depender de fondos de inversión. Porque, al final, sea Sónar o sea quien sea, uno ya medio entiende por dónde va la cosa, aunque no esté sobre la mesa.
Entonces, por un lado me pregunto eso. Y por otro lado, pero esto ya es más a nivel de público: ¿por qué necesitamos un festival así de grande? A mí, por ejemplo, el Primavera me agobia un montón. Tener tantos estímulos a la vez... me parece una especie de parque de atracciones híbrido. Es como estar mirando stories sin mirarlas y todas a la vez. ¿Por qué hacemos eso? Sería interesante ver si se puede dar un paso previo: decir “esto se consume de otra manera, se vive de otra manera y se recibe de otra manera”. Pero no sé. Si hay público para eso, está bien difícil que luego digan: “vamos a cambiar el modelo porque vamos a hacerlo más pequeño”. Por supuesto que va a seguir existiendo.
Para mí, si está financiado de una manera poco ética, va a ser muy difícil decir que lo vamos a elaborar de forma más ética o más alineada a valores... pues, menos jodidos. Esto con todas las instituciones, creo yo. Incluso muchos museos y otros aparatos culturales también. Es el gran dilema.
Yo creo que esto que pasó lo trajo al relieve de una manera muy evidente. Me supo mal que fuese el Sónar, en realidad. Pero esto tendría que haber pasado con todos, con todo el respeto. Como decir: “¿Qué estamos haciendo? ¿Hacia dónde nos queremos mover, teniendo en cuenta esto que ha pasado?”, que nos involucra a todos, creo yo. Pero también en diálogo con instituciones y con todas estas políticas de la ciudad, a nivel institucional. Porque también me lleva a preguntarme algo a nivel más amplio, en cultura: ¿por qué la cultura está tan precarizada? ¿Por qué a las salas de conciertos pequeñas les va tan mal y ahora les cuesta el triple? ¿Dónde están las alternativas? ¿Qué nos están dando estas políticas actuales? ¿Qué se nos da a los artistas, a quienes escriben, a quienes trabajan en el sector de la música y el arte?
Estamos todos muy quemadas, haciendo mil trabajos a la vez, y es como... guau. Estamos viviendo entre extremos. Entonces, también siento que nos toca un papel crítico como público, como artistas y como personas que trabajamos ahí. Pero también, a nivel institucional, hay que hacer un cambio de presupuestos y un cambio de prioridades. ¿Por qué se le da tanto al turismo? Si la cultura aquí es el imán, podría ser muy rica y también más sostenible. Pero... ¿el dinero? ¿Quién lo administra?
Estuviste en PrimaveraSound, Sónar... ¿Crees que se puede descolonizar un festival grande desde adentro?


¿Cómo surgió Sin Sync School? ¿Qué necesidad buscaba responder?
En primer lugar, me pasó eso que te comentaba antes, que en Turín —yo estuve viviendo en Turín desde el 2012 hasta el 2017 y antes de eso estuve en Milán— recuerdo esa sensación de soledad, de sentir que no perteneces, de desconexión muy grande. También, pues, pasa mucho al migrar. Hay una etapa que yo llamo el “ni aquí ni de allá”, que creo que es súper normal que nos pase, porque nos tenemos que volver a reinventar en otro idioma, en otros códigos, en otro humor... es como súper raro.
Y pasó que entré en una escuela de DJ, de esas que están en todas partes —de onvres— y no sé... al hacerla, yo tenía una expectativa: que el mundo musical iba a ser más flexible, mucho más experimental, más abierto. Yo venía de una escuela de arte, entonces esperaba encontrarme algo menos homogéneo, menos dogmático. Y resulta ser que me encontré lo mismo que en la academia. En otras escalas y de otras maneras, pero me lo encontré.
Me llegó a pasar que, recibiendo las clases, llevé una canción de M.I.A., que era lo que quería pinchar en ese momento porque hablaba de los temas que me importaban, y el profesor me decía: “No, no sirve esta canción, está mal hecha, no tiene el kick aquí”. Yo pensé: “Pero, bueno, es M.I.A. y me gustaría pincharla y, jo, si yo tuviera una escuela de DJ, ¡estas cosas no pasarían! Podría acompañar a chicas que quieran pinchar lo que quieran”. “Si tú quieres hacer música, tienes que saber cómo se hacen las cosas”, me decía él.
Y para mí no fue una contradicción, sino un choque. Pensé: “Ah, pero esto es un discurso colonial. Es una forma que está cerrada a un sonido específico. Eso no quiere decir que sea malo, pero es una norma que está desde ese discurso”. Entonces fui escribiendo y empecé a imaginar que podría hacer un lugar de enseñanza para mujeres y personas no binarias, porque sentía que en las escuelas que había, el ambiente era muy masculino, pero también había algo ahí que me chocaba. Lo hice desde lo colectivo, desde el feminismo, desde el antirracismo, desde lo decolonial. No solo que aprendieras a pinchar, sino que también tuvieses un espacio de discusión, de reflexión, donde nos mirásemos, nos apoyáramos, nos cuestionáramos y nos acompañáramos. Eso fue lo que creamos.
Al llegar a Barcelona, pasó que muchas chicas al terminar mis sesiones de DJ me preguntaban dónde había estudiado. Al principio pensaba: “¡Wow! Yo les daría clase a todas, sería maravilloso encontrar un espacio, que nos presten equipos, y hacer una tarde donde les cuento tres cosas”. Y me pasó que, al ver que eran solo chicas, ahí hice “click”. Siempre pensé que yo tenía una limitación para aprender música o incluso para imaginarme pinchando —así lo lanzo—. Incluso desear pinchar me tomó mucho tiempo. Yo empecé a los 34. Pensaba que a los 20 la vida se acababa, a los 30. Haber dado ese salto, a pesar de todo eso, fue muy difícil. Pensaba que no era musical, que no iba a ser buena, jamás me imaginé pinchando en un escenario grande. Y cuando vi que eran tantas las que se me acercaban, dije: “¡Guau! Este tema que pensé que era mío, también es político”. Tantas no nos sentíamos representadas porque no nos veíamos en los escenarios.
Estoy hablando de hace ocho o nueve años. Ahora está siendo diferente, pero aún así, acabo de hacer una publicidad para el curso de verano —bueno, para preguntar por el de otoño— y la cantidad de comentarios de tíos tochos, enseñando a pinchar en los comentarios... ¡Te lo juro! Dije: “Voy a hacer una merch con esto”. Ya son 40 comentarios en cinco días. Dije: esto sigue siendo urgente. Para mí es pensar un espacio donde a mí me hubiese gustado formarme cuando empecé. Con otras chicas, con otros sonidos, haberme sentido en compañía, en comunidad, haber hecho amigas ahí. ¡Hubiese sido de puta madre! Es como darle al mundo lo que a mí me hubiese gustado recibir.
¿Qué significa para ti esa “pedagogía del error, del ruido?
Yo creo que, cuando aprendemos a no tenerle miedo a cometer errores, por un lado nos soltamos más y confiamos más en lo que estamos mostrando. Tampoco creo mucho en los errores, ¿vale? Pasa que el oído está muy entrenado, muy acostumbrado y también muy colonizado. Está eso de “esto está correcto, esto es incorrecto”. Pero muchas veces, muchos géneros musicales han nacido por errores. Entonces también es como mantenerse abierta a que quizás eso que no te está gustando es una percepción cultural. Y quizás no es tu percepción artística.
Para finalizar, ¿Cuáles han sido los desafíos y aprendizajes inesperados en impartir esta formación colectiva?
Quizás no sea tan obvio, pero pasa que, cuando propones un formato así, a veces siento que la gente no se da cuenta de que entregas demasiado de ti. Que tú también eres humana, que también te vas a equivocar, que también tienes límites. Además, como me leen como mujer, inmediatamente te entra esta cosa de que tienes que maternar a la gente o acompañarla en exceso. A mí, creo que al inicio me costó mucho poner límites también a mis alumnas. Es como: “Te estimo, te quiero, quiero que aprendas de la mejor manera, quiero que no tengas miedo”, pero también llega un punto en el que digo: “Vale, te tengo que dejar sola para que sigas aprendiendo”.
Ese cierre que se hace naturalmente cuando terminas un ciclo formativo —que en otras escuelas es como: “Venga, se acabó, a volar”— aquí a veces cuesta. Ya no tanto, pero al inicio me costaba mucho despegarme de ese rol, sin descuidar, ¿sabes? Porque creo que tiene que haber un equilibrio. Y es dificilísimo. Lo veo con todas las chicas que empiezan a enseñar también. Cuando dan clases en la escuela, luego las veo y les digo: “Oye, no se trata de… Puedes perfectamente terminar a la hora y estar haciendo todo bien. No tienes que quedarte diez minutos más para responder preguntas. Lo sigues en la siguiente sesión y ya está”. Poner límites. Creo que eso es lo que más me ha costado a mí.